sábado, 20 de febrero de 2010

Ventajas de la carne


El llanto es como tener un orgasmo. Gracias.
Te sobreviene sin que puedas controlarlo,
aunque ya lo preveías.
Lo exprimes hasta la última gota, lo consumes hasta estar saciado, vacío y lleno a la vez.
Tu cara adopta muecas que serías incapaz de reproducir.
Pierdes la noción del tiempo y, además, te importa una mierda.
Tu mirada se emborrona, se extravía.
Te emborrachas de impulsos. El ritmo de tu respiración se acelera y se vuelve irregular.
Te dejas empujar a tu propio pozo oscuro.
No tienes ni voluntad, ni fuerza, ni control alguno.
Sólo sentimientos y fluídos.
Caes. Te crees que te mueres, pero no.
Resulta que resucitas, y todo se ve diferente.
Y eres como ese aire repentinamente puro que aparece después de las tormentas.

Cada llanto y cada orgasmo es una pequeña muerte, un pequeño infierno de placer y libertad que se libera para que después, por un instante, antes de que pase el efecto, podamos ver el mundo como si fuera la primera vez.
Y por eso ambas cosas son, en cierto modo, adictivas.
Y maravillosas.
Gracias.

viernes, 12 de febrero de 2010

El don de Vorace



"Al comenzar lo trazado nos sentimos dueños de la verdad y ofrecemos soluciones de remedio, expurgo y extensión de la mano en forma de filo acechador del aire, empleado en nuestra misma empresa y casi tan pobre como tú.
La letanía del desánimo apedrea el ojo del silencio, tan horrible como la música de multitud. El desafío general se cumple cuando nos miramos en el mar de seres contingentes, agradecidos y odiosos a un tiempo, muertos y en pie de vida."

Gracias, F.F.Casanova

lunes, 8 de febrero de 2010

Mar e Rochas







A ella le gustaba especialmente el vaho helado que salía de su boca los días de invierno en los espacios abiertos, mirar cara a cara su propia respiración entrecortada. Entonces, creaba la imagen gráfica y concreta de un cuerpo extraño e informe que atravesaba a sus anchas su interior, escapándose y penetrándola una y otra vez.
Le gustaba encontrarse con ese choque de temperaturas, recordar que por dentro seguía siendo toda calor y sentir, miestras, la caricia punzante del frio en su piel, como miles de pellizcos que mantenían su cuerpo alerta.
Le gustaba el olor a salitre, el crujido de la materia orgánica bajo sus pies, y sentirse parte de lo perecedero, de lo cíclico.
Le gustaba pensar que un día sería el alimento de la tierra que ahora aplastaba sin miramientos, la depredadora a la que algún día se le reclamaría la deuda.
Entonces le ardían los lóbulos de las orejas, palpitantes, y se le ensanchaban las fosas nasales, ansiosas y amenazantes, como gargantas llenas de sed de vida.